Asistí hace un
par de semanas al curso prematrimonial que exige la Iglesia Católica a sus
fieles como requisito para recibir el sacramento del matrimonio. Fui a parar
allí, como parte de los acuerdos que –en sana democracia– hemos alcanzado con
mi novia, teniendo en cuenta que mi militancia espiritual está lejos, por decir
lo menos, de la Iglesia de Roma.
La experiencia,
tortuosa como es, al final resulta útil. Me explico. Al llegar a un
naturalmente helado colegio de monjas en la calle 153 de Bogotá un sábado, nos
encontramos con dos amables parejas que serían los anfitriones durante ese fin
de semana. El primer contacto entre ellos y el grupo de 14 parejas empieza en
el momento en que sugieren que, para romper el hielo, no queda más remedio que
la obvia presentación de todos los futuros contrayentes, respondiendo con los datos
biográficos y profesionales básicos y un cuestionamiento adicional sobre el
momento en que la gracia de Dios descendió sobre nosotros y elegimos el rito
católico para nuestro casamiento, todo debidamente impreso en una tira de
papel, idéntica a la que en otros momentos sirvió como materia prima para
bodoques.
Nuestros
colegas resultaron personajes de todas las procedencias y saberes y, en general,
muy convencidos de su fe, tal vez con la excepción de un joven que, como yo,
claramente estaba allí víctima de la sana democracia de la vida de pareja.
Valga aquí un primer reconocimiento y es la importancia
–por colateral que sea – de enfrentarse a una realidad por fuera de la zona
de confort. Quiero decir, de afrontar la diversidad.
Superado el
rito de iniciación empezó el programa académico con las promesas y confusiones,
todas ofrecidas por un grupo de amigos, sinceros agradecimientos para ellos
tres, quienes nos recomendaron este curso particular, dictado por un singular
colectivo llamado Equipos de Nuestra Señora.
El lugar en
donde se ofreció el curso, ese colegio infamemente frío del norte de Bogotá del
que hablaba antes, no podía ser diferente: un clásico claustro, inodoro,
incoloro, sin sabor. Las paredes, como corresponde, adornadas con imágenes de
santos, curas famosos y alguno que otro papa. Los pisos, enchapados muy al
estilo de cualquier edificación de esta naturaleza, en baldosín de fondo blanco
y decorado con lunares de distintos tonos de gris hasta llegar al inefable
negro, tenían como único propósito evitar que el edificio ganara al menos medio
grado de temperatura.
Todo esto en el
marco de un magnífico lote que, pensé durante esos dos días, engorda lentamente
para algún día llenar las arcas de las señoras monjas titulares de su propiedad,
con un magnífico desarrollo inmobiliario.
No voy a dar
cuenta de todas las conferencias que oí. Dicho lo anterior, debo reconocer un
par de ellas que ofrecieron un panorama enriquecedor para el que se enfrenta al
matrimonio. Digo enriquecedor, porque de alguna manera compartieron su
experiencia de años conviviendo en la diferencia y, desde la fría butaca en
donde atendía la lección, reconocí el evidente acto de generosidad.
La conferencia
inaugural puso la vara muy alta para todo lo que después llegó, que empezó con
el reforzamiento de un machismo trasnochado y acabó en un sacerdote con ínfulas
de payaso, pasando por manipuladores de la verdad y francos mentirosos. Dentro
de los dos últimos, una pareja nos llamó la atención de manera particular. Su
conferencia, sobre las implicaciones legales –canónicas y civiles– del
matrimonio, empezó por cuestionar a las ingenuas parejas sobre sus motivaciones
matrimoniales.
Esta auténtica
oda a la falta de rigor científico, académico o de divulgación incumplió en su
propósito de explicar las particularidades legales del matrimonio y dedicó sus
eternos minutos a hacer eco de toda suerte de teorías trasnochadas de la
conspiración.
Una que de
alguna manera esperábamos, lamentó los avances que el país ha visto en materia
de igualdad de derechos de la comunidad LGBTI, particularmente en lo que se
refiere de la definición constitucional de familia. Además de la intolerancia e
instigación al odio de esta pareja de predicadores del fin del mundo, fue
curioso notar que aparentemente ninguna de las otras parejas mostraba reparo ni
frente a ese ataque frontal contra el avance de la sociedad colombiana, ni
frente a lo que oímos a continuación que fue la verdadera tapa de la olla.
El macho alfa
de la pareja de charlatanes, expuso, sin siquiera cambiar de color, que la
“industria del aborto” (las comillas indican que es literal), utiliza los
tejidos de los fetos y embriones abortados en la fabricación de bebidas
azucaradas.
Francamente
aterrados por el exabrupto, preguntamos al señor, cuyo nombre me reservo, por
el sustento o la fuente de la información de donde podía llegarse a semejante y
nada ligera conclusión. La respuesta fue: “en Internet hay mucha información
que lo prueba, escríbame a mi correo y se la hago llegar”.
En efecto, días
después le hice llegar nuestras respetuosas inquietudes a través de la
administración de los Equipos de Nuestra Señora. Y –disculpe
usted muy desocupado lector por la redundancia– otros días después llegó la
respuesta (ver imágenes de cadena de correos). Para hacer corto el cuento, la
respuesta que yo esperaba era inocua, vacía. Pero no fue así. El archivo
adjunto que traía el correo reveló una verdadera atrocidad en la que ni la ONU,
ni Barack Obama se salvan de la complicidad con esta industria del aborto y el
uso de tejidos y órganos de bebés abortados en la fabricación de alimentos y
potenciadores del sabor.
La revisión de
los documentos –que son en realidad transcripciones de páginas de Internet con
poca, por no decir ninguna credibilidad– incluidos perfiles de Facebook,
termina como dice a continuación, incluidos errores de ortografía: “Y
hasta acá, parte de la información pedida,,, vale la pena comentar que la ONU
esta muy detrás de todo este plan,, y que las grandes transnacionales se encuentran
sostenidas por este tipo de industria..
Espero que haya
respondido a sus interrogantes
Saludo”
Mi cucharada
editorial para terminar. Encuentro perfectamente legítimo que dentro de la
organización de la Iglesia se exijan esta clase de ritos de iniciación, y que
el enfoque que se use en ellos sea consecuente con la doctrina que proclama la
institución. Finalmente, el matrimonio católico es una opción libre. Es
absolutamente válido que la Iglesia en sus ámbitos oficiales esté en contra del
aborto. Lo que es una verdadera falta de respeto y de ética es la promoción de
estas teorías de la conspiración sin ninguna vergüenza. Y la pregunta que surge
naturalmente es si cualquier argumento –aún los falaces y estúpidos, producto
de la ignorancia– resultan válidos para la defensa de un punto de vista tan
legítimo y respetable.
Aquí algunos
de los enlaces descritos en el documento: